En pleno debate sobre si los Juegos de Rol son literatura o no (es retórica, no os desaniméis en esta primera línea), en casa consideramos que nuestro «ser o no ser» cotidiano depende mucho de nuestras aspiraciones creativas y no del hueco que nos deje ahí fuera. En sintonía, consideramos que como género narrativo (disponemos de suficientes peculiaridades como para considerarnos así), tenemos aún mucho terreno por recorrer, aunque bien es cierto que todo camino empieza con un primer paso, y ése es siempre el más complicado de dar.

Sea como fuere, en Ludotecnia nos sentimos escritores, y una bonita muestra la podemos contemplar en el primer capítulo de 18ª Enmienda, donde como veremos tras el salto de página, Omar nos sumerje en su juego sin contemplaciones, letra a letra, palabra a palabra, como si fuese literatura, que tal vez lo sea.


«La primera reunión entre Edgar Mallory y Chester Moffat no tuvo nada de ostentoso, a diferencia de sus trenes de vida.

Mallory había ejercido como la mano derecha del recién dimitido Fiscal del Distrito, Charles Dancuii. En horario de oficina, se encargaba de que la Fiscalía hiciese cumplir férreamente la ley contra los enemigos de sus amigos y la relajaba notablemente con éstos. El resto del día era su perro de presa de cuello blanco, lo cual incluía meterse en cualquier charco ejerciendo el encomiable arte de colgarle el muerto a otro. Era un hombre de recta moral luterana, de azote fácil a hijos y esposa y férreas convicciones sobre cómo tenía que ser el orden natural de las cosas. Había admirado a su jefe a pesar de sus escarceos con menores, asunto fácilmente omisible hasta que saltó a la prensa y le obligó a dimitir. Estaba convencido de que la perfección era una condición solo alcanzable por Dios, a la que los hombres solo podían aspirar idealmente, y que si en la balanza moral pesaba más el haber que el deber, bien merecía la pena mirar hacia otra parte ante los pecadillos de un hombre, por lo demás, ejemplar.

Mallory era un tipo alto, espigado, con aspecto de severo pastor protestante, ojeras de devoción nocturna hacia su tarea, e inspiración cuasi divina. Brillante abogado, estaba detrás del cincuenta por ciento de los éxitos de su jefe, pero nunca aspiró a ponerse corona alguna. Le bastaba con que las cosas se hicieran como Dios manda. Cada hombre debía ocupar el lugar que los designios del Inescrutable dictasen, y si Cristo había sido un carpintero amén de Mesías, ¿quién era él para tener pretensiones más allá de su condición de servidor de lo público? Lo que le hacía importante, más que su puesto en la jerarquía local, era su vasta red de contactos, dentro y fuera de la ciudad, especialmente en Washington, donde le debían siempre un par de favores. Durante más de veinte laboriosos años, había tejido en Blacksville una compleja red de personas e intereses concomitantes que incluían todo tipo de personajes, desde la peor estofa irlandesa del King’s Side, hasta la misma alcaldía, pasando por todos los niveles administrativos: patrulleros de a pie, sargentos, comisarios, comerciantes, artistas, sindicalistas, tahúres, prostitutas… Cualquiera que se ganase la vida honradamente conforme el modo de vida americano.

Por estas y más cosas, había recibido la llamada de Chester Moffat, presidente de la Cámara de Comercio de Blacksville y principal benefactor del exalcalde, que había sido desterrado de su despacho ese mismo año de 1926. Moffat era de esos que suplían la vulgaridad de su carisma natural con inequívocos indicios de su opulencia. Era bajo, algo entrado en carnes y con un pelo rizado y canoso que empezaba a ralear por la coronilla. Su protuberante bigote ocultaba un delgado labio superior que se relamía a menudo cuando estaba nervioso. De su traje gris con chaleco a medida sobresalía la cadena plateada de un reloj que había viajado con tres generaciones de Moffats; el primer símbolo material del enriquecimiento de una familia que atravesó el Atlántico con las mismas penurias que tantos otros que a la postre forjaron una gran nación.

Chester Moffat estaba preocupado por la alegría con la que Gerald Petroni, el nuevo edil de la ciudad, estaba desmantelando el entramado económico que tanto había costado montar a los irlandeses desde la época de los mismos McNatt y el ferrocarril. A ese hijo de perra solo le faltaba clamar a los cuatro vientos que se dedicaba a limpiar el trasero de todos esos espaguetis que apenas si podían contar sus generaciones en Estados Unidos con los dedos de media mano (a veces literalmente), como si el apellido del alcalde no bastase para poner el pelo de punta a todo buen americano. Petroni había entrado en la alcaldía como un vendaval, destituyendo a auténticas vacas sagradas (incluido el propio Dancuii), derogando y promulgando ordenanzas a su antojo (o al de sus patrones), siempre para allanar su camino. Sus patrocinadores ya no se contentaban con las pocas manzanas que componían su gueto en Bulwark. Las cosas se desmadraron definitivamente cuando el nuevo alcalde, embriagado de prepotencia, ni siquiera se molestó en disimular su recurso a los sicilianos para zanjar por las malas las huelgas de los astilleros del West Side, provocadas por unos sindicatos repletos de nombres irlandeses y a los que poco faltaba para cambiar el pudin por la carbonara.»

Un abogado y dos irlandeses

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viernes, 26 de julio de 2013

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