Desde la soleada California a las frías y húmedas riberas del Hudson, los Estados Unidos bullían por sus cuatro costados alrededor del primer cuarto del siglo XX bajo la «Ley Volstead», la etapa de la prohibición, los años sin ley, el imperio de la dura «Ley Seca».

Quedaba lo peor, las precuelas y secuelas del «Crack» del 29. Eran sin duda tiempos difíciles en los que la ley tenía que aplicarse por hombres duros que la mayoría de veces trabajaban absolutamente solos bajo la creencia de que sus placas, sus revólveres y automáticas, y por supuesto sus convicciones, iban a permitirles vencer al crimen organizado. 

«Cada uno de los ocho compaginaba su trabajo oficial en el departamento con el "otro". Nuestras oficinas en la Brigada Especial estaban en una esquina, en un callejón, en un almacén o en un sótano. No debíamos llamar la atención ni dejarnos ver demasiado. Poco a poco, cada uno fue echando raíces en alguna parte. En mi caso, resultaba que mi cuñado tenía una funeraria llamada Tiempos de Silencio. Al principio solo le pedí que nos la dejara un par de noches cada mucho tiempo, pero poco a poco se convirtió en nuestra base de operaciones permanente. Desde el callejón trasero accedías a la trastienda por una puerta metálica sobre la que brillaba una tenue bombilla. Desde el almacén de ataúdes bajábamos un tramo de escaleras hasta el sótano, donde colocamos unas mesas, unas lámparas, sillas, taquillas y pizarras en las que ir pegando notas, recortes y fotografías.


En esa época solo formábamos el grupo Bill Carson, Tommy "Dedos" Callan y yo mismo. Aún tardaría en unirse a nosotros el agente especial del FBI Albert Masters. Bill, por su parte, era un poli de primera. Ya le había echado el ojo cuando acudí al torneo anual de la Academia y le tanteé tan pronto como le dieron el primer destino. No quería que se me corrompiera. Su especialidad era sacar información a los malos; y no me extraña. Medía casi uno noventa y tenía unas manos como tapacubos. Tommy "Dedos" era un ratero, aunque prefería considerarse un "hombre de negocios". Era amigo de infancia y, a pesar de flirtear con lo peor de la ciudad (o quizá precisamente por ello) le había abierto las puertas de nuestro pequeño gran juego. Dedos era un excelente ladrón, tanto con las cajas como con las carteras, y encima conocía a un montón de soplones que nos podían servir en bandeja los envíos de ginebra que llegaban por los muelles de cuando en cuando.

Al principio, Bill tenía que conformarse con la paga de policía, y Dedos con alguna que otra botella de las que nos incautábamos. Para conseguir pillar a los grandes, a veces había que permitirse pecados menores. Pero cuando conseguíamos incautarnos del dinero de algún corredor de apuestas o un contrabandista de licor, O’Hara nos dejaba quedarnos una parte "por las molestias". Gracias a ese dinero no solo compensábamos nuestro desgaste personal, sino que mejorábamos nuestro equipo y ampliábamos nuestro radio de acción (pagando a informadores, alquilando locales en otras zonas de la ciudad…). El método funcionaba, y pronto se convirtió en una norma de funcionamiento: del dinero que se incautaba cada equipo, O’Hara se encargaba de administrar el 60%, mientras que el restante 40% nos lo quedábamos para los gastos necesarios. Era un método puramente americano: cuanto más trabajabas, más ganabas. Fácil.

La Brigada Especial fue creciendo lenta pero sostenidamente. Teníamos que ser muy selectivos con la gente que metíamos, porque la mafia estaba por todas partes. Los mejores caldos de cultivo se encontraban entre veteranos de la Gran Guerra, policías desencantados, vividores de todo tipo y, con el tiempo, matones y gánsteres arrepentidos o con cuentas pendientes con sus excompañeros. El caso era que, a pesar de las desconfianzas iniciales, esta variedad de procedencias nos dio fuerzas y un toque de frescura. La clave estaba en la red de confianza. Nadie entraba sin estar recomendado por alguien de dentro. Normalmente se les sometía a una prueba, según el perfil. Recuerdo que a Johnny Massaro, pistolero de los Calabria hasta que éstos decidieron quitárselo de en medio para mantener las paces con otra organización, lo tuvimos dos meses a base de información controlada para ver si se la pasaba a sus amigos. No nos cupo duda cuando se cargó personalmente a un proxeneta cuyas chicas hacían de correos con sobres llenos de dinero procedente del contrabando. Por entonces, no era consciente de lo parecidos que eran nuestros métodos de admisión con respecto a los de la propia mafia. Décadas después, eso nos pasaría alguna desagradable factura.»

18ª Enmienda

Publicado el

lunes, 8 de julio de 2013

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