Faltaba muy poco para el amanecer, el capitán Landström debía encontrar a su hombre, pues la vida le iba en ello. Atravesó las puertas de la taberna y sin mediar palabra, ni reparar en las miradas dirigidas a él, se dirigió veloz al mostrador, apartando de un empellón a uno de los muchos borrachos que frecuentaban el lugar. Llamó de un grito al tabernero y giró sobre sí mismo para observar mejor a la gente que se hacinaba en las mesas. La mayoría de ellos, filibusteros, prostitutas y alternes, retornaban ya su atención a sus quehaceres.

—¿Qué hay capitán? —le preguntó el tabernero—. ¿A qué se debe tanta impaciencia, tenéis sed u os persigue el diablo?

Landström movió la cabeza con una expresión de profundo odio en sus ojos. Sabía muy bien a qué venía eso del diablo, pero no iba a hacer mención alguna; al menos de momento.

—¿Has visto a Tornadillo. Ha pasado por aquí?

—Sí, aquí ha estado, y no hace mucho. Si no me equivoco iba donde Ismael el orfebre; creo que pretendía encargarle una labor. No sé qué me ha dicho de un lingote de estaño —el tabernero se interrumpió un poco y pareció recapacitar mientras se mesaba el mostacho—. ¿Sabrás, capitán, que el Epervier ha tocado puerto y que Ferdinand te espera en la posada de La Patricia?

—Lo sé, perro. Parece ser que no me vais a echar mucho de menos si Ferdinand me coge.

—¡Por Dios y La Virgen, capitán, qué cosas decís! ¿Quién si no vos alegra las noches de Port Royal?

Landström enrojeció de rabia y salió a toda prisa de la taberna sin contestar al orondo tabernero, ni mirar siquiera a los curiosos, que ya atendían a la conversación y parecian sonreír por lo bajo.

Comenzó a avanzar por Thames Street pero se detuvo no habiendo dado más de diez zancadas, pues reparó en que esa calle atestada de gentío le llevaría justo a la posada de La Patricia, en el puerto, donde se encontraba sin duda su acreedor, así que giro hacia Sea Lane para llegar hasta Queen’s Lane y desde allí dirigirse rápidamente hasta la orfebrería de Ismael. Antes de torcer pudo divisar la arboladura alta del navío de Ferdinand de Maupassant, fondeado en el puerto e iluminado por las luces bajas de los tugurios; creyó divisar allí también los faroles que iluminaban el cartel de la posada de La Patricia. Gracioso resulta —pensó—, llamar posada al burdel que regenta esa zorra de Patricia.

Avanzó por otra calle y volvió a hacerlo en High Street para introducirse finalmente en Horne’s Alley. Lejos de los tumultos de gente que se arremolinaban en las cercanías del puerto, aquellos laberintos de piedra y ladrillos aparecían silenciosos como cementerios. Tuvo que detener el paso para evitar chocar de frente con Tornadillo, quien volvía en dirección contraria, ebrio como una cuba. El marinero, con cara de sorpresa echó mano instintivamente al arma que pendía de su fajín, puñal que aún conservaba la firma del famoso Alonso de Sahagún, el Viejo, y de lo cual gustaba jactarse.

—¡Capitán! ¿Queréis matarme de un susto? ¿Por qué corréis de esa manera, os sigue acaso el diablo?
Björn Landström, cabreado por oír dos veces la misma pregunta, en la misma noche, y por la situación en la que se encontraba, propinó un fuerte golpe a su marinero. Apenas tocó el suelo Tornadillo blasfemó en voz alta, y antes de conseguir ponerse de nuevo en pie, su enfurecido capitán le ayudó agarrándole de la pechera con violencia, acercándoselo a la cara.

—¿Dónde está el lingote? Contesta.

—Pero Capitán, ¿qué os sucede, a qué viene esta agitación que os embarga? Björn movió la cabeza con gesto de rabia, abriendo mucho los ojos, tanto que Tornadillo pensó que iba a darle un ataque, para repetir:

—¿Dónde está el lingote? ¡Contesta sucia alimaña o te abro en canal!

—Se lo he vendido al judío. Quería que me hiciera algunas postas pero él se ha negado, necesitaba el estaño para engastar algunas piedras en un collar que le ha encargado el propio gobernador. Me ha dicho que a cambio me perdonaba una vieja deuda.

Björn resopló, gruñendo, y Tornadillo se convenció de que por fín le daría el ataque que él mismo había pronosticado.

—¡Era plata, maldito comedor de excrementos! ¡Plata! —le soltó la pechera, giró sobre sus talones y llevándose las manos a la cabeza volvió a resoplar.

—¿Pla... plata? Pero entonces… la carga del galeón español… todo era...

—¡Sí, batracio! Toda la endemoniada carga del buque era plata. Por lo menos seiscientas mil libras de plata hundidas en alta mar. Y todo porque pensábamos que un buque de la armada española no llevaría tal cantidad de riqueza sin estar protegido por una escuadra. ¡Plata! —repitió con estruendo.

—Y… ¿cómo lo habéis sabido, señor?

—El suizo. Le he llevado los rehenes para que tramitase su rescate y me ha preguntado qué barco era el que abordamos. Le he contestado que el Vizcaya, y me ha dicho que toda su carga se componía de plata y café —Tornadillo recuperó la sobriedad de golpe y pensó que el ataque habría de fulminarle a él si su capitán no le decía inmediatamente que todo era una broma.

Más calmado el capitán continuó.

—Tenías que ver las caras de regocijo de los malditos oficiales españoles. Hopkins ha atravesado a dos de ellos... de no haberlo hecho él lo habría hecho yo mismo. Para colmo la maldita condesa se ha puesto hecha una furia al saber que pretendía pedir rescate por ella y me ha obligado a golpearla, con tal mala fortuna que ha tropezado y ha ido a dar con la cabeza en una esquina de la mesa. Total, que no tenemos plata alguna y que nos hemos quedado con la mitad de rehenes. Además, el suizo... —hizo una pausa para coger aire—, no ha querido adelantarme el dinero del rescate y Maupassant  ha amarrado poco después que nosotros, con lo que me encuentro adeudado y sin dinero, sin esposa y sin amante. Para completar la jugada —comenzó a subir el tono mientras se acercaba amenazante a su hombre—, vas tú y le das el único lingote que se había salvado a ese semita avaricioso.

Tornadillo se había echado hacia atrás para evitar la furia de su capitán, pero no lo suficiente como para evitar el segundo guantazo que le propinó Landström.

Se quedó en el suelo para evitar que Björn volviese a descargar su furia en él. Ambos se quedaron mudos. [...]


De Arenas del Infierno, Joseba Calle

La pescadilla se muerde la cola

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miércoles, 21 de diciembre de 2011

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